Cuando todavía era obligatorio el servicio militar
(lleva un corte militáh, sí, es militáh), me hice objetor de conciencia porque no me gustaba nada los uniformes, me daba pánico cortarme el pelo al cero y sobre todo no me imaginaba ni corriendo, ni haciendo ningún tipo de ejercicio.
Hoy me ponen
mazo el rollo uniforme
(Cazzo Berlín, qué daño has hecho), he llevado (
y llevaré) el pelo al dos casi diez años de mi vida... y desde hace cuatro meses, estoy apuntado al gimnasio donde sólo me falta sudar sangre.
Lo de apuntarme me lo llevaba diciendo
Mi Santo desde tiempos inmemoriales. Que si me iba a venir bien para la espalda, que si así no iba a tener tantos problemas con mis contracturas y demás problemas lumbares, que si incluso me vendría bien para perder peso... Pero qué quieres que te diga, ni sacaba tiempo ni ganas. Porque después de estar currando ocho horas de pie, moviendo cosas y levantado peso, lo más de lo más sería pagar por hacer lo mismo por lo que cobro. Claro está que en el
Ikea no he encontrado todavía ninguna tarea en la que pueda desarrollar mis abdominales
(los de leche, que creo que están debajo de los de cerveza), porque lo de hacer pesas, con cogerme un paquete de vajillas y
brazop'arriba y
brazop'abajo ya hago algo de ejercicio.
A esto únele que me veo igual de perdido en un gimnasio que la pobre
Ana María Matute en la
Real Academía de la Lengua (hace años dijo que se sentía como el mariquita en la mili) por ser la única mujer de tamaña institución.
A ver, mi sentido del ridículo ya estaba más que explotado con la piscina, a la que he estado yendo más de diez años: que si bañador de esos de licra
(de pata corta, eso sí, no vaya a ser que se me escape un cojón peludo haciendo braza) que si gorrico antimorbo y gafas de buceo... Un cromo. Pero como todos vamos así, el punto de
sexappeal y de dignidad se pierde por igual. A lo que le puedes unir el hecho de que sin gafas no veo ni las boyas de las calles, así que me da igual ocho que ochenta.
Al final caí, me apunté al gimnasio. Con la excusa de probar un mes y como tenía piscina, pues podía nadar en vez de ir a la sala si es que no me veía allí.
Bien. Los primeros días me dediqué a hacer un circuito de máquinas para preescolares y correr en la cinta, en la elíptica o subirme a la bicicleta estática.
FerPecto. Luego vinieron las clases. Y se me abrieron los cielos: cómo hacer cienmil tonterías a ritmo de
Madonna,
Britney Spears o la diva gay del momento, dependiendo del nivel de feromonas o estrógenos que tuviera el monitor de turno.
Workout,
intensity o la mejor:
aerobox o cómo desahogar tus frustaciones laborales pegando patadas y puñetazos al aire, imaginando a quien quieras como objetivo de tu telele...
Y me he enganchado. A la de
step sólo fui una vez y después de pegarle veinte docenas de patadas al aparatejo de la de detrás
(y con aparatejo no me refiero a sus gónadas), decidí que sí, que tenía que hacerle caso a mi intuición y admitir que tengo la misma psicomotricidad que una patata cocida.
Lo bueno del asunto de todo ésto es que, con la democratización del culto al cuerpo te das cuenta de que sí, que hay cuerpazos por ahí sueltos a los que habría que hacer un monumento, pero que siempre, SIEMPRE,
SIEMPRE hay alguien peor que tú y con menos coordinación.
Lo malo del asunto es que está todo el mundo preocupado con la fachada del edificio, pero a nadie le importan los tabiques o los muebles del interior... Porque digo yo que no he escuchado nunca una conversación donde alguien diga:
"¿al final te has apuntado a ir a la biblioteca?"
"País"... Bueno, más bien
"Humanidad"...
[Canción recomendada: Sue Sylvester & Olivia Newton-John "Physical"]